«Cuando era pequeña, más o menos entre los 7 y los 10 años, tuve mucho contacto con una parte de la familia de mi abuela. Todos los veranos visitábamos a estos parientes. Pasábamos mucho tiempo en su apartamento vacacional, charlando y riendo, jugando y comiendo. Esta parte de la familia tenía un hijo que a veces era muy serio, de hecho poco después se hizo abogado, y a veces muy divertido; también era especialmente sensible, no sensible de llorar, eso no, un tipo de sensibilidad especial hacia las otras personas, hacia los animales o los niños. Él se llamaba Jacinto.

Algunos años pasaron y por cuestiones de la vida nos separamos un poco de estos familiares. Por supuesto, seguíamos teniendo noticias  de ellos, llamaban a mi madre cada 15 días para hablar de esto y aquello y mi madre siempre nos contaba las novedades. Supimos así que Jacinto estaba viviendo con Pedro y que era muy feliz. Al parecer juntos cuidaban a los hijos de Pedro, porque la exmujer de él no podía, estaba enferma creo recordar. La cuestión es que Jacinto y Pedro vivieron muchos años juntos, y junto a los niños. En aquel momento para mí todo era tan normal. Vivían bajo el mismo techo con los niños y se les veía felices. Cuando nos encontrábamos en bodas, bautizos, comuniones o reuniones familiares extraordinarias, todos estaban tranquilos. No recuerdo ninguna mala cara de los niños hacia Jacinto o hacia Pedro.

Mucho tiempo después, cuando era ya mayor, entendí, descubrí y asumí que Jacinto y Pedro eran pareja. Una pareja de homosexuales, se decía. Para mí, a mis ojos de niña ingenua a la que poco o nada explicaron, solo eran una familia. Vivían juntos, cuidaban a los pequeños, se notaba que se querían y que a veces discutían – como todos, ¿no? Nunca llegué a entender la diferencia entre ese tipo de familia y otra, porque tampoco nunca se me dio una explicación, porque nunca se consideró que debía ser explicado. Esa experiencia me llevó a creer firmemente que todo lo que se normaliza en la sociedad es normal.»